lunes, 7 de febrero de 2022

Atos, Crónica de un naufragio descabellado (novela).

 Capítulo I

—¡Ole, Luchito! ¡Qué más, qué cuenta! —exclamó la regordeta y bonachona tendera, sudorosa no obstante la tenacidad con que soplaba el viejo ventilador de pared casi encima suyo.

—¡Ole!... —respondió el curtido piloto terrestre tras apearse de su vehículo amarillo estacionado justo al frente del negocio—. No, mijita, ¡jodido con esta calor tan arrecha qu’está ‘ciendo, mano! Me da una coca-colita y una de arroz carne, por favor…

—No, ¡terrible! ¡Insoportable! Y eso qu’estoy aquí a la sombra y con el abanico prendi’o… —dijo la mujer, en tanto extraía una botella del refrigerador—. Dígame si no usté’ que se la pasa to’ el día manejando al sol… ¡mis respetos, compadre, mis respetos!

—Con decirle que ya me quedé estéril.

—¿Cómo así? ¿Y eso por qué?

—Pues ¿cómo cree que tengo las pelotas después de ocho años en estas, ah?

 

José Luis —«Lucho» para sus familiares, amigos y vecinos, «Eutimio» para sus colegas de gremio—, como sus demás coterráneos, se lamentaba de la intensa ola de calor que se cernía sobre la ciudad desde hacía dos o tres semanas por causa, según la «Vanguardia» y los radionoticieros locales y nacionales, de una «situación atípica» en la que el cielo permanecía casi totalmente limpio de nubes y, por consiguiente, había una ausencia casi total de lluvias. En pocas palabras, Bucaramanga parecía un vasto asadero de pollos.

—Y se nos viene otro fenómeno del Niño pa’ mitá’ diaño, mijita, ¿cómo le parece? —dijo, agregando ají picante a la empanada con especial cuidado mientras a hurtadillas, como era su costumbre, espiaba sus enormes pechos perlados de sudor bamboleándose apretados bajo la escotada blusa, entre los cuales se perdía lujuriosa una delgada y brillante cadena de oro «golfi».

—¡No jodás! Grave la vaina entonces. ¿Cómo el del apagón de Gaviria?

—Sí. Con el cambio de hora y demás güevonás d’esas, ¡imagínese! A propósito, ¿sumercé en donde andaba en esa época?

—Allá en mi pueblo… criando a mis hijos y lavando ropa —dijo ella, contemplando atenta la fornida complexión de aquel hombre de cincuenta y ocho abriles—. Ese mismo año mataron a mi esposo.

—No diga… hombre, lo lamento mucho, Julita…

—Tranquilo. ¿Y usté’ qué hacía? ¿También manejaba taxi?

—No, un bus… cuando trabajaba en Copetrán… —cortó el veterano conductor, rompiendo a toser con estrépito.

—¿Se le fue puel camino viejo? ¡Pase con gaseosa! —burlose la tendera, acercándole la botella.

 

Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando Lucho abandonó el humilde pero bien presentado establecimiento de abarrotes de su amiga favorita —y amor platónico a la vez— y pudo corroborar lo que ya sospechaba desde un principio. Todo asomo de bochorno en el ambiente había sido desterrado por una fuerte y refrescante brisa que mecía con delicia las ramas de los pocos árboles del lugar, cuyo murmullo imponíase por sobre el barullo de carros, motos y buses que bajaban por la Calle 9.

¿La razón de tan singular céfiro? Una enorme y amenazadora masa de nubes grises provenientes del norte que habían derrotado al otrora inquisidor sol y que presagiaban algo más que simples lluvias.

Luego de limpiar con una mugrienta toalla de mano los restos de una cagada de «chulo» caída justo en el vidrio panorámico del «zapatico» modelo 2006 propiedad de su cuñado William, prendió un cigarrillo, recostose en su «nave» y dejó que la brisa le alborotase los cabellos y le refrescase el alma y la conciencia.

Espléndido final de jornada laboral, a decir verdad. Dos o tres carreras más, luego ir a cuadrar cuentas con su pariente-socio y de ahí a su casa, ya llegada la noche, a cenar en compañía de su mujer e hija menor, echar los sobrados al perro, al gato y al perico y por último apoltronarse en su sillón favorito a ver el resto del telenoticiero y después «Yo me llamo», el reality que todos seguían.

Despachado el cigarrillo, revisados los whatsapps más recientes y dirigida la última mirada lasciva a la voluptuosa Julita y a sus tentadores melones, encerrose en su «oficina» rodante, encendió el motor, ajustó el espejo retrovisor, activó la radio y arrancó con rumbo a su destino.

Dobló a la izquierda para enfilar la Carrera 18, echó un par de pitazos acompañados de un destemplado alarido para saludar a un colega apostado frente a la Universidad Santo Tomás y prosiguió su camino.

—¡Arrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrriba rating! ¡Qué energía, qué entusiasmo, ahora sí prácticamente… se acabó la semana…

Taxista que se respetara no peinaba calles ni avenidas sin escuchar «La Luciérnaga» de Caracol Radio —con todo y su sección de chistes en su mayoría flojos— en sincronía con el paulatino final de la tarde y la llegada de la hora pico del tráfico vehicular, aunque ya no con la abrumadora sintonía que había tenido unos años antes cuando el programa era dirigido por el Dr. Hernán Peláez Restrepo.

Asomose curioso por la ventanilla. La meteorología no daba tregua. Los nubarrones, cada vez más oscuros y desafiantes, cubrieron con rapidez la totalidad del cielo, y la refrescante brisa, convertida en un fuerte viento, se volcó sobre la avenida, levantando por los aires hojas de árboles, papeles, bolsas plásticas y demás desperdicios livianos, azotando transeúntes y vehículos.

—¡Esto va a ponerse bueno! —dijo, frotándose las manos al vislumbrar a sus incómodos rivales los mototaxistas del centro en busca de escampadero para huirle al inevitable chaparrón que se avecinaba, mientras que él y sus compañeros de gremio, por el contrario, continuarían tranquilos bajo techo y muy cómodos en sus sillas aprovechando la situación para hacerse con mayor facilidad con su clientela.

Continuó despacio, sin afán, por la 18, con rumbo al centro, que a esa hora empezaba a congestionarse como era habitual, entretanto escuchaba al periodista Gustavo Gómez disertar sobre el creciente fenómeno en Bogotá de amenazas y agresiones de grupos de taxistas a conductores de automotores particulares afiliados —o sospechosos de serlo— a la controvertida plataforma Uber, el cual estaba dejando muy mal parada a la comunidad «amarilla» local. Por lo que intuía el veterano conductor, quien siempre se había mostrado en desacuerdo con dichas acciones reprochables e injustificadas, no tardarían en presentarse brotes de violencia similares en otras urbes del país, incluida la suya propia.

De pronto, precedido por un fugaz pero intenso destello, dejose oír un trueno espantoso que le hizo saltar en su asiento del susto. El ventarrón amenazaba ya con volarle el «Q’hubo» que aleteaba sobre el tablero de instrumentos.

Tomó su teléfono celular y grabó un mensaje de voz a su esposa. Al poco, recibió contestación:

—Sí, muy fuerte, pero po’ aquí no ha llovido to’avía, amor…

—Acá está que se suelta un palo de agua tenaz, gorda, hágame el favor y me cierra la ventana del taller.

—Okey, lo espero esta noche. Cuídese, ¡besitos!...

 

Tal cual. A los pocos segundos gruesos goterones comenzaron a caer, haciendo una bulla infernal en el techo del vehículo y salpicando a diestra y siniestra todo a su alrededor. El cielo estaba completamente gris, casi negro, con fugaces racimos de relámpagos culebreando entre las nubes. Aquello pronto se convirtió en un caos total. Las calles en menos de nada convirtiéronse en cauces de ríos por sobre los cuales los calados parroquianos corrían y saltaban por entre carros, motos, buses y busetas, intentando buscar refugio bajo aleros y balcones de casas y edificios.

Una pareja que trataba de protegerse bajo una gran bolsa negra de basura, le hizo una señal. De inmediato se orilló lo más que pudo y les abrió la puerta trasera de estribor.

—¡Sigan, háganle rápido que esta vaina se desfondó y después no les para nadie!

—Buenas tardes, señor, ¡muchas gracias! —dijo la mujer, acomodándose primero.

—Uy, no, amigazo, nos cogió de sorpresa esto, ¡mire cómo nos lavamos! —resopló el hombre, arellanándose a su lado y clausurando la entrada a continuación.

—Qué vaina… hacía pero rato que no se largaba un palo diagua así de duro, ¿no? —dijo el taxista, al tiempo que redoblaba la potencia de los limpiaparabrisas—. ¿A dónde los llevo?

—A Provenza, tenga la bondad.

—Bueno, vamos pues… a ver si salimos de aquí rápido porque el trancón se está poniendo arrecho, mano, ¡vean eso cómo está!

El nivel del agua amenazaba ya con rebasar sardineles y andenes y meterse en los negocios ante la desesperación de los pobres peatones y vendedores ambulantes que en vano trataban de resguardar su mercancía de la furia de la naturaleza, asustados ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos.

De repente se apagaron los semáforos, dos o tres segundos antes de que otro horrísono estampido sacudiera la ciudad entera hasta sus cimientos disparando de nuevo las alarmas de algunos vehículos estacionados.

—¡Ahora sí tras de cotudos y con paperas! —dijo Lucho, sobresaltado.

—No, ¡terrible como se puso esto! Pobrecita la gente que vive en los taludes, ¿cierto? —dijo la pasajera, tratando de observar a través de la salpicada y resalpicada ventanilla en tanto se secaba los brazos con pañuelos faciales Kleenex.

—Eso fijo debe ser por estos calores de las últimas semanas, no veo otra explicación —respondió su compañero, enjugándose los suyos con uno de tela.

—El cambio climático que tanto niega míster Trump —terció el viejo piloto terrestre, mirándoles por el retrovisor—. Todo eso de los vendavales, huracanes, tormentas, granizadas y hasta terremotos se deben a esa vaina, al daño que’l ser humano le ha venido causando al planeta en los últimos siglos desgraciadamente, señores.

—Ah, sí, ¡qué tal el pelos de mazorca ese con las que sale! Que dizque el cambio climático es una «conspiración de los chinos» y no sé qué más güevonadas. Ese pisco es otro Maduro, sólo le falta el «pajarito» que le silbe al oído y queda listo pa’ la foto.

—No lo dude —dijo el taxista, deteniéndose ante un grupo de personas agolpadas bajo la chorreante carpa de una cacharrería—. ¿Les incomoda, amigos, si recojo otros dos pasajeros más que vayan pa’ Provenza y diuna vez llenar el cupo? Se reparten la tarifa entre los cuatro…

—Fresco, hágale a ver —contestó el hombre, corriéndose junto con su acompañante para hacer más espacio en el «sofá».

—Okey… —dijo Lucho, inclinándose a bajar el vidrio del copiloto—. ¡Provenza, Provenza!...

—¡Provenza! —exclamó un muchacho moreno, delgado y de ensortijada melena negra, con aspecto de universitario a juzgar por su gastado morral de estudiante, acercándose al trote bajo un viejo paraguas azul oscuro.

—Hágale, mijo —dijo el taxista, abriéndole la puerta.

—Gracias. ¡Buenas tardes! —jadeó el joven, ingresando raudo y plegando enseguida la empapada sombrilla bajo la guantera.

—Buenas tardes —respondieron al unísono los tres ocupantes del «zapatico» ambarino.

—Por nada, mijo. ¿Nadie más va? —agregó el viejo chofer, atisbando el apiñado corro bajo del toldo.

—Parece que no…

—‘Tonces sigamos echando a ver.

 

Fue poco lo que pudieron avanzar. Al bramido de los relámpagos, silbar del vendaval, bullicio del aguacero y estrépito de los arroyos sumábase el incesante pitar de los centenares de automotores represados a lo largo y ancho de la Carrera 18 mezclados con los de la Calle 34. Adentro del taxi, la animada charla de sus tripulantes y el discreto murmullo de la radio rebajaban un poco la tensión.

Otro deslumbrante rayo cayó cientos de metros adelante, sobrecogiéndoles una vez más con un estruendo de proporciones apocalípticas. Aquello no presagiaba nada bueno.

—¡Dios mío! ¿Y ahora, amor? —expresó con indisimulada angustia la mujer, echando mano de su celular—. Voy a llamar a Luisa, los niños deben estar muy asustados con esos truenos…

—No, mami, no llame, puede ser peligroso, mandemos un whatsapp mejor —contestole su compañero sentimental.

—En este momento se nos informa de una tormenta eléctrica que está sucediendo en Bucaramanga, bastante fuerte, con lluvias torrenciales, vientos huracanados y al parecer granizo en algunas áreas de la capital santandereana —interrumpió Gustavo Gómez en la emisora—. ¡Juan Carlos Ordóñez, adelante con la información!

—Efectivamente, Gustavo, muy buenas tardes, a esta hora se está presentando una…

La transmisión se cortó de repente y fue reemplazada por ruido blanco. Lucho, por recomendación del melenudo muchacho, apagó el radio. En esos momentos, ante el desconcierto de los cuatro, una extraña sensación de hormigueo en sus cuerpos comenzó a invadirles al tiempo que sus vellos y cabellos se erizaban como si estuvieran tocando la esfera metálica de un generador de Van de Graaff.

—¿Y esta vaina? —dijo el taxista, examinándose atónito los antebrazos, muñecas y dorsos.

—¡Eso digo yo! —dijo el joven a su lado, reparando a continuación en el veterano conductor y señalándole perplejo—. ¡Oiga, se le pararon los pelos!

—¡Cómo así! —exclamó Lucho, alarmado, moviendo el espejo central para verse—. ¡Uy, maric…! ¡Qué está pasando aquí, llave!...

—¡Mi amor! ¡Cómo te ves! —dijo la pasajera, detrás de ambos, contemplando estupefacta a su cónyuge, quien tampoco daba crédito a lo que veía y experimentaba.

—Oigan, señores, ¡no vayan a tocar las partes metálicas del carro! ¿Oyeron? ¡Quédense ahí quieticos hasta que pase! —exclamó el muchacho, volteándose a mirar a la pareja.

—Bueno… —respondieron ambos, nerviosos, tomándose de la mano.

—¡No veo nada! —dijo el taxista, lanzando una corriente de aire al vidrio panorámico con la intención de desempañarlo a la vez que activaba la bocina a ver si la camioneta que tenía enfrente se dignaba a mover así fuera un poquito.

Fue entonces cuando súbitamente los cuatro fueron cegados por un flashazo más potente que la luz del sol y al mismo tiempo ensordecidos por un estallido terrible que les puso al borde de un infarto cardíaco fulminante. Y lo que no provocó tan horrenda detonación lo causó un violento golpe por detrás que empujó el vehículo sacudiéndoles con brusquedad: hacerles gritar despavoridos.

Necesitaron unos segundos para reaccionar.

 

—¡Uy!... ¡uy, no sea marica, nos pegó un rayo! —exclamó espantado el joven melenudo, reponiéndose del momentáneo «trance», llevándose su diestra los ojos—. ¿Están bien todos?

—Sí… sí, ¡estamos bien! ¡Mi amor! ¿Estás bien? —contestó con angustia el no menos lívido pasajero atrás suyo, haciendo volver en sí a su aturdida consorte dándole suaves palmaditas en su agraciado rostro.

—¡Sí, mi cielo, gracias a Dios que sí!... —respondió la mujer, rompiendo a llorar, a la vez que buscaba refugio en los brazos de su marido.

—Yo también estoy bien… —dijo el viejo piloto terrestre, «despertando» de su letargo y dándose la vuelta enseguida, observando horrorizado la retaguardia de su «nave».

—¡Ay, Dios mío, no puede ser! —se lamentó, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Nos pegó un camión! ¡Y me jodió to’a la puerta, carajo!...

—Pero estamos a salvo, que es lo más importante, ¿no? —repuso el confortante marido—. ¡Menos mal que no se estalló el vidrio!

—Présteme la sombrilla, chino, hágame el favor… voy a ver qué fue la joda… —díjole Lucho al muchacho, en tanto apagaba el motor y abría su puerta.

 

Salió, intentando guarecerse del torrencial aguacero bajo el menudo y desgastado paraguas. El techo del «zapatico» despedía humo a pesar de la furia del agua y del viento que intentaban diezmarlo. En el centro exacto del mismo encontró la huella del impacto del relámpago, similar a la de un disparo de fusil que no alcanza a penetrar una superficie metálica. Olía a quemado, por supuesto.

El taxista suspiró y, con el corazón en un puño, se fue a evaluar el resto de los daños.

No había sido un camión sino un bus de servicio público urbano. Un hundimiento moderado en la puerta del reducido baúl de su «nave», una fractura en la «palometa» de pasta que lo techaba y el agrietamiento, en miles de pedacitos a punto de desmoronarse, de la casi totalidad del vidrio de seguridad, fueron los resultados de la colisión. En contraste, la defensa del enorme automotor agresor, como era de esperarse, sólo había sufrido unos leves raspones en la pintura.

Fue entonces cuando el viejo piloto terrestre se percató de algo que lo sacó de sus reflexiones y cálculos monetarios. La placa del bus no era la habitual de color blanco asignada a los vehículos de servicio público sino una de las antiguas, de dos letras verticales y cuatro números horizontales blancos sobre fondo púrpura oscuro que se usaron hasta principios de la década de 1990.

Extrañado, levantó la vista y contempló el automotor. Era un Dodge 600 «carebola», de carrocería bastante antigua pero muy bien conservada, pintado de naranja, blanco y azul a franjas, idéntico a los «chécheres» contaminantes que recorrían la ciudad día y noche a principios de la década de los ochenta. Como la gran mayoría de los buses y camiones de igual marca y referencia importados treinta o cuarenta años atrás poseía un motor Cummins V6 de 155 caballos de fuerza y de ronquido característico, el cual se hallaba ahora casi extinto. Hacía años que no escuchaba sonar uno de esos por ahí.

—Oiga, jefe, pero… ¿usté’ cómo metió ese carro ahí que no lo vi? —interrumpiole el conductor del bus, tratando de protegerse del chubasco con una caja de cartón—. Me disculpa por el golpe, pero eso sí, ¡yo frené lo más rápido que pude!...

—¡Cómo así que no me vio! —contestó Lucho, desconcertado—. ¡Y el rayo que me acaba de caer encima’el carro y el trueno qué! ¿Tampoco lo vio, tampoco lo escuchó, o qué?

—¿Cuál rayo?

—¡Cómo que cuál rayo, mijo, no sihaga el güevón! Semejante totazo tan hijueputa que nos acaba’e dejar ciegos y sordos a nosotros y usté’ ‘izque ¿«cuál rayo»?... —replicó el taxista, alterándose.

—Vea, mi señor, usté’ me perdona, pero aquí no ha caído ningún rayo ni na’ d’eso, aquí la cuestión es cómo carajos metió ese carro ái que… oiga, a propósito —dijo el sujeto, señalando la machacada puerta trasera del «zapatico»—, ¿y esa placa qué? ¿Dónde está la reglamentaria?

—¡Cómo así que ‘ónde está la reglamentaria! —repuso el viejo piloto terrestre, perplejo, indicando a su vez la peculiar matrícula del bus—. Eso mismo le pregunto a usté’: ¿dónde está la suya? ¿Por qué le tiene puesta esta de las viejas? Y fuera d’eso…

—¿De las viejas? ¡De qu’está hablando, mano! Y es que la suya qué, ¿muy nuevecita o qué? Vea, mire, ¿usté’ ve algún otro carro con una d’esas? ¡Yo no veo ninguno! —dijo el chofer del 600, apuntando a los vehículos que pasaban junto a ellos bajo la lluvia por la Carrera 18.

 

Lucho quedó petrificado del asombro. No sólo todos llevaban en efecto placas oscuras con letras y números blancos —incluido otro bus que pasó en esos instantes también antiguo y pintado a la antigua como el que le había chocado—, sino que eran de marcas y modelos de los años sesenta, setenta y principios de los ochenta como máximo. Y, para terminar de rematar la insólita escena, taxis negros con techo amarillo exactamente iguales a los que había conocido y abordado en su juventud, hacía más de treinta años. ¿Qué diablos estaba sucediendo?

Alzó la vista y contempló a su alrededor. Para su confusión y pasmo, la mayor parte de los establecimientos comerciales ubicados en los locales comerciales de los vetustos edificios vecinos no eran los que estaba acostumbrado a ver a diario desde hacía siete años cuando pasaba por el sector en busca de usuarios. Ahora, en su lugar, habían «resucitado» los que funcionaban en sus años de mocedad, con avisos, decorados y remodelaciones que recordaba tenían en aquella época ya lejana. Las vestimentas y los cortes de cabello de los transeúntes —conductor del bus incluido— que a pesar del inclemente chaparrón se agolpaban bajo sus sombrillas a observar con indisimulada curiosidad su «nave», eran idénticos a los que se usaban en dichos tiempos.

—¡Señor! —exclamó el conductor del bus, pugnando por mantenerse seco bajo la empapada y ruinosa caja—. Oiga, ¿se siente bien?

El taxista miraba y miraba para todas partes sin poder articular palabra alguna, perdido, desorientado, ignorando los llamados de atención del chofer y el fastidioso concierto de cornetas y pitos del atasco del tráfico agolpado detrás del atestado bus, cuyos ocupantes asomábanse impacientes por las ventanillas en busca de aclaraciones. ¿Estaba acaso soñando o alucinando a raíz del fuerte impacto del relámpago y del enorme automotor combinados?

—¡Oiga, patrón! —exclamó su pasajero de atrás luego de salir del «zapatico» y zarandearle el hombro derecho, haciéndole reaccionar por fin—. Oiga, ¿qué es lo qu’está pasando aquí afuera, por qué to’o está diferente? ¡Esto parece los ochentas, ola!...

—¿Usté’ también lo ve? —dijo el viejo piloto terrestre, encarándole—. No, mano, ¡no tengo ni idea, no entiendo esta maricá’ tan rara! Las placas, los carros, los negocios, la gente, ¡todo! ¡Todo es igual a como era hace treinta, cuarent’años!

El hombre, cubriéndose con la bolsa de basura, sumose al estupor de Lucho, sin dar crédito a lo que captaban sus ojos. Ya era prácticamente de noche. Sin embargo, al reparar en la insistencia del otro chofer bajo el deshecho armazón de cartón, entró en razón.

—Venga, hermano, solucionemos primero lo de la estrellada, que es lo más importante ahorita, ¿no le parece? —dijo, manteniendo la calma, ubicando al taxista en la realidad—. Yo le colaboro, fresco, mientras llega el Tránsito.

Lucho, rascándose la cabeza, accedió, procediendo a estimar los daños en su vehículo.

Sacó su celular del bolsillo, activó el flash de la cámara y tomó fotos tanto a la retaguardia de su «nave» como a la defensa del bus para dejar constancia de la insólita «contravención» de su guía —y de la propia empresa de transporte— por el asunto de la matrícula que este portaba. El susodicho conductor, tras observar con perplejidad lo que hacía el taxista, subiose a su automotor, dijo algo a sus ya irritables ocupantes y salió de nuevo bajo el pedazo de cartón a aguardar expectante entretanto atisbaba por sobre las obnubilantes luces de los faros de los «viejos» vehículos que seguían viniendo por la 18.

—Oye, amor, ¿tú tienes señal? —dijo el pasajero, teléfono en mano, dirigiéndose a su también confusa mujer, quien miraba y remiraba hacia todas partes a través de la ventanilla del «zapatico».

Esta, tratando de concentrarse, revisó la pantalla del suyo y le confirmó sus resquemores.

El muchacho melenudo repitió la operación, aportando otra respuesta negativa.

El viejo piloto terrestre, por su parte, tampoco tuvo éxito. No había forma posible de hacer llamadas de ningún tipo, ni siguiera de emergencia.

Otro bus de «Unitransa», con idéntica ruta a la de su congénere forzosamente detenido —un Chevrolet B60 «caresapo»—, hizo su aparición y, ante las indicaciones del chofer del primero, se aparcó delante del taxi y abrió la puerta trasera de salida, por la que fueron ingresando aprisa la veintena de usuarios del «carebola» que más prisa llevaban, cuyo malhumor inicial se trocó en sorpresa al ver al extraño automóvil amarillo y a sus ocupantes. Una vez adentro, mojados y apretujados a más no poder junto con resto de desconcertados usuarios, el «caresapo» se marchó, prosiguiendo su recorrido asignado.

El conductor del 600, visiblemente molesto, retornó a la cabina y apagó el motor, resuelto a esperar la llegada del «chupa» del Tránsito —si es que alguno se dignaba a aparecer alguno por ahí con semejante borrasca—. Afuera permaneció vigilante Lucho bajo el paraguas, mudo, sin saber qué hacer, en tanto adentro de su «nave» su pasajero mayor trataba de calmar a su compañera sentimental, quien se hallaba al borde de la histeria por no poder comunicarse con la niñera de sus hijos a causa de la inoportuna y extraña caída de los operadores móviles de los cuatro por parejo.

El joven melenudo, tomando prestado el plástico negro de sus acompañantes, salió, enfrentándose a las miradas de estupefacción de los peatones apostados allí para contemplar el golpeado «zapatico» como si nunca hubieran visto uno igual. Él, por su parte, pudo experimentar una reacción parecida al ver pasar un par de taxis sombríos como la noche —uno de ellos un «pintoresco» Renault 6—, de marcas y modelos muy anteriores a su fecha de nacimiento y con unas insólitas matrículas que sólo había visto en algunas fotos descoloridas del viejo álbum familiar de sus padres.

Reuniose con el turbado taxista y ofreciole un cigarrillo. El veterano chofer lo agradeció, lo necesitaba para despejarse un poco. El muchacho, rechazando con amabilidad la devolución de su sombrilla, extrajo su «fosforera» del bolsillo y encendió ambos pitillos.

—No joda… —suspiró Lucho, exhalando una gran bocanada de humo—. Mire todo esto… ¿usté’ qué cree qu’está pasando realmente aquí, ah?

—Tengo una sospecha —respondió fascinado el joven, recorriendo con su vista los cuatro puntos cardinales y el cenit—. Pero por ahora me inclino a pensar qu’estamos soñando, qu’estamos demaya’os, o en coma, o incluso ad portas de la muerte, más por culpa’el rayo ese más que todo, porque por el golpe’el bus no creo…

—¿Será? No creo, mano, no parece, todo esto es demasiado real, demasiado nítido… es igualitico a cuando yo tenía su edad, imagínese…

—Bueno, pues, por si acaso, por si las moscas… hay una forma de averiguarlo —dijo el muchacho, asentando adrede el extremo prendido de su cigarrillo en el dorso de su mano izquierda.

Un formidable alarido retumbó en la cuadra entera por sobre el bullicio vehicular y humano y el fragor del temporal, haciendo brincar asustado a su atónito interlocutor.

—¿Despertó o no? —consultole este último.

—No, ¡ni mierda! ¿Usté’ tampoco?... ¿ustedes?... —inquirió el joven melenudo, inclinándose a observar a la pareja en el interior de la «nave».

Ambos, enzarzados en una discusión, ni se percataron de la maniobra de aquel.

—No, marica, ¡‘hora sí nos jodimos todos entonces! —exclamó irritado el muchacho, en tanto se masajeaba la llaga con agua de lluvia.

 

En esos momentos llegó una patrulla de la policía, una imponente camioneta Ford Econoline gris con blanco, con dos potentes y cegadores faros rojos en el techo, idéntica a las que en tiempos de mocedad del taxista eran popularmente conocidas como «parcas». Luego de conversar unos instantes con el chofer del bus, sus ocupantes la estacionaron delante del «zapatico». La puerta corrediza se abrió y uno de ellos descendió a tierra, enfundado en un gran poncho café oscuro. Contempló pensativo el pequeño vehículo amarillo e hizo una señal a uno de sus colegas para que se acercara a examinarlo.

Saludó a los allí reunidos y, acto seguido, indagó por el dueño del singular automotor.

Lucho, preocupado, dio un paso adelante.

—Caballero, permítame su cédula y los documentos del vehículo, por favor.

Lucho sacó su billetera, hurgó en ella y entregó sus papeles al uniformado quien, provisto de su linterna de mano, examinólos con detenimiento por ambos lados.

—¿Qué es esto? ¿Me está mamando gallo? ¡Necesito su cédula y los documentos de su vehículo ahora mismo, señor! —exclamó el hombre, frunciendo el ceño.

—E… esos son, señor agente… —dijo el taxista.

—¡Cómo! ¿Está loco o se hace? Además, ¿me puede explicar por qué…? —cortó, reparando en el joven melenudo, quien registraba en video la escena con su celular de alta gama, dirigiéndose enseguida a él—. Oiga, ¿qué está ‘ciendo ahí con eso?

—¿Yo? —contestó el interpelado, pasando saliva—. Grabando, señor agente.

—¿Grabando qué? ¡Déjeme ver eso!

—Pues todo… el choque, el procedimiento…

—¡Deme eso! —vociferó amenazador el oficial, extendiéndole su diestra.

—Déselo, déselo… —susurró el veterano piloto terrestre al muchacho, guiñándole un ojo.

Este se lo pasó, asustado.

El oficial lo tomó y lo revisó asombrado y curioso a la vez, enfocando al estupefacto joven, a Lucho y a su perplejo compañero de institución, quien aguardaba expectante junto al «zapatico».

—Está bien bacano esto… ahora más tarde me explica cómo funciona —dijo el uniformado, pasándoselo al agente junto con los papeles del taxista—. ¿Usted viene con el señor en este carro, ¿cierto?

—Sí, señor —respondió inquieto el muchacho, sin quitar su vista de su preciado teléfono en manos del otro uniformado, igualmente absorto manipulándolo como si fuera un principiante.

—Cédula o documento de identidad, hágame el favor. ¡Ustedes dos! —dijo el oficial, acercándose a observar a la alarmada pareja a través del vidrio de la puerta trasera de babor del automotor—. ¡Cédulas o documentos de identidad, por favor!

El joven melenudo, diligente, echó mano de su cédula y se la entregó. El uniformado, tras examinarlo con atención, levantó los ojos, escrutándole unos instantes.

—Suárez, vea esto… —dijo, entregándosela a su colega, entretanto recibía los otros dos documentos pendientes.

—«22 de noviembre de 1995»… —leyó en voz alta el agente, repasando la reluciente tarjeta plástica, con una sonrisa burlona en sus labios—. Este ciudadano todavía no ha nacido, mi sargento, ¿cómo le parece?

—Y aquí le tengo un par de pelaítos, mire estas otras… —contestole su superior, pasándole las demás cédulas.

Acto seguido el uniformado dio un par de golpes con los nudillos sobre el cristal de la ventanilla, dirigiéndose a los dos esposos que aún permanecían en el interior del automotor.

—Por favor, se bajan ya para una requisa —dijo, haciéndole una señal a su subalterno—. ¡Suárez, revise el vehículo!

—¿Pasa algo, mi sargento? —intervino el viejo conductor, tratando de mantener la calma, arrojando su cigarrillo al suelo.

—¿Qué pasó ahora, hermano? —terció el pasajero de atrás, recibiendo la bolsa del muchacho al tiempo que ayudaba a salir a su acongojada señora del «zapatico».

—Vamos allá todos, tengan la bondad —espetó con sequedad el oficial, apuntando hacia el andén, entretanto transmitía un mensaje cifrado a través de su radio de comunicaciones.

 

Rodearon el taxi y subieron a la acera, abriéndose paso entre la multitud que allí se agolpaba curiosa. Una vez resguardados de la lluvia bajo el alto alero del edificio Bancoquia, junto a un almacén de ropa, el uniformado ordenó a Lucho darse la vuelta contra la pared con las manos en alto y las piernas separadas y procedió a cachearlo en primer lugar.

—¡No más, Carlos, no más! Necesito un teléfono, tengo que hablar con los niños, por favor, ¡entiéndame! —exclamó la mujer, desesperada, con una indecible angustia, soltándose de la mano e ingresando apresuradamente en el negocio de indumentarias.

—Amor, por favor, espere, espere, ¡tengo que decirle algo! —replicó el hombre, yéndose detrás de ella.

El oficial, alertado, con voz de trueno, exigiole detenerse, al tiempo que hacía un gesto a un segundo agente que se hallaba apostado junto a la patrulla. El subalterno corrió presto hacia el establecimiento comercial, dispuesto a detener a la pareja.

—No es necesario usar la fuerza, sargento, ¡déjelos llamar por teléfono a sus hijos! —dijo el joven melenudo, sin ocultar su molestia.

—¡Usté’ se calla! —replicó airado el superior, levantando su diestra—. ¡Veng’acá!

—Haga caso, mijo, ¡tranquilo qu’esto lo vamos a arreglar por las buenas! —medió el taxista, indicándole calma con la mano.

De pronto un agudo grito, proveniente del interior del almacén, rasgó el aire. El taxista, alarmado, intentó avanzar hacia dicho lugar, pero el oficial, quien se hallaba inspeccionando el morral del muchacho, le exigió detenerse, llevándose la mano al revólver que llevaba en la pistolera. Suárez, el uniformado que revisaba el interior del «zapatico», salió a toda prisa y acudió veloz al negocio.

—¡Déjenlos que llamen! —clamaron y silbaron en coro varios de los transeúntes y clientes del almacén, indignados ante la actitud de los policías.

—¿Qué mierda está pasando ahí? —voceó el viejo piloto terrestre, haciendo caso omiso de las bravuconadas del sargento y adentrándose en la tienda de ropas.

Su pasajera, presa de una inenarrable aflicción, había caído de rodillas llevándose las manos al rostro, prorrumpiendo en un amargo llanto, mientras su atribulado consorte, inclinado junto a ella, intentaba sin éxito hacerla incorporarse. A su lado permanecían impasibles los dos agentes en tanto algunos clientes y empleados del lugar, conmovidos, acercáronse a ofrecerles ayuda.

Carlos, al ver a Lucho aproximarse, enrojeció de ira, ordenándole apartarse con una áspera imprecación, abrazando a su enamorada. El taxista quedó frío, sin saber qué decir ni qué hacer pues.

En eso momento llegó el joven melenudo acompañado por el oficial, quien le puso en custodia del segundo agente. A continuación, reclamó al primero.

—¡Vamos! —dijo el superior al veterano chofer, señalándole su aporreado vehículo afuera—. Mueva el carro y abra el baúl, por favor.

 

El conductor del bus se encontraba a cobijo en la acera, hablando con un alférez de tránsito cubierto bajo un capote negro que acababa de hacer presencia en una descomunal motocicleta-patrulla Harley Davidson estacionada junto al taxi. Suárez le pasó al funcionario los documentos del automotor decomisados y continuó escoltando a Lucho.

Este, una vez se encerró en su «nave», aprovechó aquellos breves instantes de soledad y aislamiento del ruido exterior y rompió a llorar.

El muchacho tenía razón. Estaban jodidos los cuatro por parejo. Dicha pesadilla era real. Estaban «atrapados» en la Bucaramanga de la década de 1980. ¿Cómo era posible? ¿Por un simple relámpago? No, no, demasiado absurdo, ¡eso sólo sucedía en libros y en películas de ciencia ficción! ¿Entonces?

Más bien el joven estaba equivocado, caviló. No importaba el quemonazo con el cigarrillo, todo podría ser un mal sueño, un pésimo sueño suyo. Tarde o temprano, ¡zas!, abriría los ojos, quizás en una habitación de clínica u hospital conectado a una cánula de suero y a un monitor del ritmo cardíaco, o tal vez allí mismo en donde estaba, sentado, cabizbajo y aturdido en su asiento junto a sus igualmente atontados pasajeros —en el año 2017, por supuesto—, siendo socorridos por atentos y salvadores paramédicos preguntando sin cesar a cada uno de ellos: «¿está bien, señor?»… «¿se encuentra bien, señora?»… «¿se siente bien, caballero?»…

—¿Se siente bien, caballero? —despertole una recia voz acompañada de sendos golpes al otro lado del cristal de la ventanilla.

No, no se trataba de un paramédico redentor, era Suárez, envuelto en su goteante manta, quien le apremió a cumplir con la exigencia de su superior.

El taxista hizo un gesto afirmativo, procediendo a encender el motor.

De pronto, una idea cruzó por su mente. ¿Huía de allí?

Si, como sospechaba, la totalidad de lo que veía, escuchaba y percibía era una construcción de su cerebro estimulada por el impacto de la poderosa chispa eléctrica, ¿qué podía perder?

—¡No! —exclamó, buscando con la vista a sus compañeros de infortunio, quienes aún permanecían en el interior del almacén—. ¡Así sea un sueño, un coma o lo que sea, asumiré mi responsabilidá’ en esto hasta que despierte por fin d’esta mierda!

 

Una vez revisado el interior del maletero del «zapatico», el viejo piloto terrestre compareció ante el impertérrito alférez de tránsito, quien le notificó su decisión del caso. Por no presentar su debida licencia de conducción su vehículo se iría de inmediato para los patios del Intra, remolcado por la correspondiente grúa que ya se hallaba en camino. Acto seguido, le entregó el comparendo. Lucho no dijo nada ni se molestó siquiera en revisarlo, simplemente se lo guardó en el bolsillo de la camisa.

Se acercó al chofer del bus y le aconsejó no preocuparse e irse tranquilo a cumplir con su acostumbrada ruta de servicio público. Él mismo, de su propio bolsillo, respondería ante la empresa por los daños en la defensa del enorme automotor.

El empleado de Unitransa, entre aliviado y asombrado por lo sucedido, restó importancia al asunto. Estrechó la mano del taxista, regresó al «carebola» y se marchó enseguida.

 

—Bueno, señor Aguirre… o como se llame en realidad —dijo el oficial de policía al veterano conductor, tras ojear la cédula «futurista» de aquel—. Usté’ en este momento queda detenido por falsedad, y múltiple, en documento público, ¿está claro?

—Sí, señor… —respondió Lucho, resignado.

—¡Suárez! Llévelo a la patrulla. ¡Pedraza! Traiga acá a los demás —ordenó el oficial, dirigiéndose a sus hombres.

—Espere, sargento… —objetó el taxista con voz firme y decidida—. Quisiera estar presente pa’ ver qué les va a decir a mis pasajeros.

—No discuto con usted, señor. ¡A la patrulla!

El agente Suárez, sujetando por el brazo al viejo chofer, se abrió paso entre la multitud y lo condujo hasta la camioneta oficial.

Entretanto la afligida pareja y el muchacho, acompañados del otro uniformado hicieron su aparición ante el superior acompañados del uniformado mencionado. El oficial, luego de observarles unos instantes, habló en un tono más amigable:

—A ver, señores… como se habrán dado cuenta su amigo acaba de ser detenido por falsedad en documento público, y como si fuera poco ustedes están en la misma situación. Así que, por favor —señaloles la «parca»—, súbanse también y nos acompañan hasta el F2 para que allá los identifiquen y les tomen unas declaraciones, ¿vale?

La mujer, desolada, se acercó al uniformado y le agarró las manos, hecha un mar de lágrimas.

—Señor sargento, por favor, se lo suplico, ¡ayúdeme a encontrar a mis hijos! Necesito comunicarme con ellos y los teléfonos no funcionan, ¡por favor, por favor…!

El superior la miró a los ojos, compadecido.

—Tranquilícese, mi señora, ya mismo le voy a ayudar a buscar a sus hijos, permítame… —díjole, echando mano de su radio de comunicaciones—. Dígame la dirección de su casa y de inmediato pido enviar una patrulla para allá, ¿le parece?

La pasajera asintió y, entre sollozos, le dio la ubicación de su domicilio. El uniformado estableció contacto con la central de policía local y transmitió los datos aportados por ella, solicitando el envío de un vehículo de la institución armada al lugar.

—Listo —dijo el oficial, devolviendo el receptor a su funda en el cinto—. Ahora vamos a la patrulla, mi señora, ¿sí? Allá estará más abrigada y a salvo de la lluvia. Camine…

El sargento, solícito, la acompañó hasta la camioneta, seguido por el esposo de esta, el joven melenudo y el agente Pedraza.

—Tranquilos, muchachos, que todo esto es un mal sueño, solo estamos desmayados por el rayo —dijo el taxista, sentado en el interior de la «parca», al ver llegar a sus compañeros—. Frescos que cuando menos pensemos… —chasqueó los dedos—despertaremos de nuevo en el 2017 y volveremos a nuestros hogares, ¡Dios mediante!

Los tres, guardando silencio, subieron al automotor y se acomodaron en sus puestos. Pedraza cerró la puerta corrediza y se encaminó enseguida a su sitio en la cabina, frente al volante. El superior desanduvo lo andado para conversar unos instantes con el «chupa».

—Oiga, ¿y el taxi qué? —inquirió el muchacho, preocupado, mirando atrás.

—No hay de qué preocuparse, chino —respondió el veterano conductor, con una serenidad envidiable—. Pronto despertaremos d’esto. Mientras tanto sigámosle la corriente a esta gente porque ¿qué más hacemos, ah?...

La mujer asintió con la cabeza. Su cónyuge, atento y amoroso a más no poder, secole las lágrimas con un pañuelo.

—¡Eso! —dijo Lucho, esbozando una sonrisa—. No perdamos la de ni un solo instante de que así va a ser, ¡punto! ¿Estamos de acuerdo, mi amigo?

Carlos aprobó con idéntico gesto.

—Está bien —contestó este, relajando su entrecejo—. Que así sea entonces. Perdóneme mi reacción de ahorita…

—Fresco, mijo, no pasa nada, ¡to’o bien! —dijo el taxista, palmeando el hombro derecho del hombre al tiempo que le guiñaba un ojo.

El sargento llegó, abrió de nuevo la puerta y, tras desembarazarse del engorroso poncho, sentose junto a los cuatro. Suárez la cerró y abordó de inmediato la silla del copiloto al tiempo que Pedraza encendía el motor y ponía la «anticuada» camioneta en marcha.

—¡Andando! —dijo el oficial, con su radio en una mano y los documentos de identidad de los detenidos en la otra.

Atrás quedó el abollado y chorreante «zapatico», en compañía del impasible alférez, de la enorme motocicleta y de los transeúntes que a pesar del persistente chaparrón seguían agolpándose allí bajo sus sombrillas, capotes y bolsas de basura para intentar tocarlo o sacarle una que otra instantánea con cámara de rollo y «cuboflash».

Atos, Crónica de un naufragio descabellado (novela).

  Capítulo I —¡Ole, Luchito! ¡Qué más, qué cuenta! —exclamó la regordeta y bonachona tendera, sudorosa no obstante la tenacidad con que so...